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El despertador la sobresaltó una mañana más. “Maldito
cobarde”, pensó Brigitte cuando consiguió salir de la enredadera de sábanas que
la ataban cada noche y antes de apagar de un zarpazo aquella máquina que
gritaba siempre que tenía la oportunidad.
El tabaco y el café nunca se llevaron bien en su paladar,
pero aquella bomba era la que le hacía despegar cada día las raíces que tenía
como pies en su monótona vida. Hoy eligió algo más casual y se pintó los labios
de aquel rojo que atraía a los ojos carroñeros del bar de la esquina. Salió del
antro que tenía como estudio después de coger su inseparable bolso y antes de
mirarse al espejo y, como de costumbre, tirar un beso al aire por si alguien se
lo encontraba.
Las gafas de sol más que protegerla le servían como antifaz
a aquellos ojos inseguros que sospechaban antes de coger confianza y que se
dilataban de vez en vez cuando la noche se ponía interesante. Hoy iba a su
destino de todos los días arrastrando los pies más de la cuenta y sus tacones
sufrieron sus pocas ganas de desplazarse a ningún sitio.
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‘Maldita cerveza, joder, ya está caliente.’ –espetó
antes de bebérsela de un trago. Y desfilando sus curvas siguió su camino.
En el metro todavía había un sitio para ella y tan segura
como insatisfecha se deslizó por la puerta que amenazaba con cerrarse, como si
dejara todos sus miedos al otro lado del andén. Aferrada a la barandilla como
si de su fe se tratase, surfeaba en cada curva que el subterráneo se atrevía a
desafiar y sus ondas se alteraban y rompían como lo hacen las olas que se dejan
rendir en la playa.
- -‘Una señorita como tú, con ese olor a cerveza y
ese descaro al balancearse en cada bache, merece que le devuelvan el móvil que
ha conseguido escabullirse de su temeroso bolso’- susurró una voz desconocida y
excitante.
Brigitte nunca había sentido unas palabras tan cercanas a su
espalda, y su pelo se onduló más con el viento de la insinuación de aquella
voz.